viernes, 10 de enero de 2020

La impermanencia de los huéspedes.

Hacia días que no se asomaba por mi ventana, la acera ya florecía de tanta <su ausencia>. 
Las manecillas de pronto cesaron su andar y estaban ahí, trabadas en su tic-tac agonizante y sin embargo infinito. 
Cerré ojos y puertas y manos pero ya era inevitable: había entrado por el mismo lugar de donde salía la sonrisa. Total, nadie que pueda sonreír puede permanecer hermeticamente cerrado. Nadie que quiera ver las estrellas escapa de un poco de sereno de vez en vez. 
Y, como dije, hacía ya tiempo que no se aparecía y ahora, me inunda al grado de que a no ser por el ambiente pesado y gris, no me daría cuenta de que estoy en ella. Ese frío lúgubre y nostálgico la delata. 
Ha pasado una semana desde que llegó, a penas he notado su presencia, como un roedor que se mete a hurtadillas en la cocina y per se hace notoria su estancia. 
De pronto todo cuanto creí seguro,se estremece y estalla. Todos esos lugares que eran míos hoy se sienten tan ajenos que me pregunto si acaso otra María los ha reclamado. ¿De quién es esta carne, estos huesos? ¿Seguirán aquí mis huellas, mis sombras, mis ecos? ¿Es este el sitio en el que han nacido tantos sueños? Estoy y no me encuentro. Alguien ha cambiado las cerraduras de mis cadenas. Han liberado mis amarras, han levado mi ancla. Como mangle a la deriva, como nenúfar río abajo...
¿Qué he de abrazar cuando todo se vaya? 
A qué hacirme que me dé la certeza de la permanencia. 
Soy un Midas ciego, un Job sin Dios. Hay quienes le llaman libertad. Yo sólo tengo miedos. 

Aquí, en la profundidad de la habitación donde la vida danza, con este ambiente de nube en tormenta, de mar revuelto y baúl humedecido. Desde aquí puedo ver los huéspedes marcharse uno a uno, van llevándose en las costillas mis platería fina, esquejes de las plantas más preciadas, jaboncitos aromáticos y hasta las toallas; estoy segura que de ser posible, me desmantelaban y en pequeñas partes, me llevarían también en la maleta. 
"Todo se mueve", vaya consigna para esta bailarina que le teme al movimiento eterno, al flujo irremediable y al ritmo de los cambios de estación. 
A penas es, mientras escribo estas líneas, que me surge la idea remota de la posibilidad de no ser anfitrión sino huésped también y si es así, ¡qué cambio! ¡Qué miedos me amarran las piernas! Midas sin oro. Job sin vida. Ansiedad sin María.  

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