jueves, 14 de febrero de 2019

Nunca aprendí a nadar porque no sé aguantar mucho tiempo bajo el agua.
No pude aprender muchas cosas por miedo.
Temprano aprendí que no me gustaban los gatos porque a mi familia no les gustaban y así fui cultivando sobre el molde y luego ví que me sobraban sueños que no cabían.

Poco después comencé a hacer mis propios moldes, a buscar mis formas. Hoy siento que hay una libertad pacífica rodeando mi pecho, dentro todo es una intermitencia entre el caos y la alegría.

Anoche escuché el tren, a penas estaba la madrugada y todo era silencio, podía escuchar las ruedas puliendo el riel, casi podía escuchar al maquinista. Me invadió la nostalgia como un presagio de todo el desierto que cubriría las siguientes horas.
Pasé la noche entre vueltas y pesadillas, luego el ruido de los coches, luego el sol...
Hay un instante, justo después de abrir los ojos en que siento como mi cuerpo despierta de nuevo, luego una punzada en el hombro, luego dolor y prisa y algún maullido que clama que rellene su plato.
He pensado sobre la muerte los últimos días. La muerte en general, no propiamente la mía.
Sé que la relación vida-muerte es indestructible, dependiente, inseparable, y que su belleza es infinita. Sé que una vez que termine de vivir, terminaré también de haber muerto y mi existencia anulada dependerá del recuerdo de alguna memoria y terminará más tarde, luego de haberse reducido a suspiros.

Yo creo que hace no mucho, he muerto.
No salgo de este existencialismo burdo, wannabe, hilarante.
Pero creo tener una certeza. Creo que he mutado a algo un poco distinto. No sé si soy más o menos María, pero veo todo como si estuviera sumergida desde hace días, como si fuera ese tren que rompe la noche. Como si el que late no fuera más mi corazón, sino toda yo.

Como si los rieles pulieran la rueda.
Como si hubiera cruzado un umbral que deja todo atrás.
No sé si me siento más muerta o más viva. Pero algo cambió.

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